Acerca de la escritura como método de supervivencia

¿Quién decide qué se considera literatura?

Claro, los versados. Respuesta inmediata. Los conocedores, también; aquellos que han organizado su vida al rededor de las letras. 

Si no has leído todos y cada uno de los volúmenes de la trilogía de El Señor de los Anillos, la Biblia (de Gutenberg, de preferencia), el croquis de Quito, la columna de opinión del diario de mayor relevancia de la ciudad, el Diccionario, y la propuesta de estudio que tu profesor de Lógica y Argumentación preparó en medio de una crisis personal -la cual se vio terriblemente influenciada por su carácter implacable y tendencias materialistas, tan lejanas a tu propio entendimiento de la vida-, no puedes llamarte verdaderamente un escritor. 

Divago en consideraciones absurdas acerca de mi futuro como generadora neuroespacial de letras y palabras que hagan sentido. No terminé de leer el último libro de El Señor de los Anillos, y la única vez en la vida que intenté leer la Biblia, era una versión amanerada, con cubierta rosa y dibujos infantiles que retrataban de forma ligera las enseñanzas espirituales de un Dios que había sido encarcelado en los comandos estrictos de la primera religión.

Me sentí diminuta ante mi computador; intentaba redactar la introducción de un libro que usaría para postular a un concurso de poesía, cuando reconocí que mis letras no encajaban con la descripción que el diccionario tenía para el género poético. Revisé los registros históricos de antiguos ganadores, y me sentí abrumada con la indiferencia y disgusto que me provocaron. ¡Qué patéticos y complicados textos! Yo no quiero ser parte de ese grupo de aburridos conocedores de la lengua. Sentí repulsión y un desinterés inmediato, fruncí el ceño y eliminé ipso facto todo su registro de mi computador. Ew. Solo pensar en sus portadas y dedicatorias vacías me revuelve el estómago. Una nube pesada cubre mi cuarto al recordar la manera en la que describían una emoción, todo se siente muy marrón y gris. 

En fin. Yo quiero ser escritora. Quiero llevar el corazón en la lengua escrita. Quiero abrir mi pecho en el teclado, y ofrecer cada fibra y aorta a mis lectores. Quiero explayarme en la maniática descripción de un suceso, y quedar vacía de sustancia ante la infinidad de posibles resultados ofrecidos por el alfabeto.

Yo soy la escritora que me gustaría encontrar en las estanterías de supermercados y librerías, pero mis textos a penas logran agarrarse de la baranda del ferry que conduce a cada género literario hacia el puerto de la verdadera literatura. Mis letras son aullidos severos ante el mundo, carentes de reglas y exabruptos academicistas, me gusta el desorden de sus oraciones, y el cambio constante de ritmo e inflexión.

Me gusta mucho mi escritura porque se siente funcional en un cerebro que considera ochenta revoluciones por segundo, porque puede leerse una y otra vez sin necesidad de consultar el diccionario, porque es honesta y vulnerable, y porque me enseñó a sobrevivir.

Aún así, y a pesar del amor profundo que le guardo a todo aquello que nace en esta sección del mundo que he creado, no considero tener el valor suficiente para volver a empujar el bote de los concursos formales en donde se mide el número de caracteres. Qué cosa tan patética querer juzgar la sustancia de un libro según su marginación y formato.

Primero me muero antes de creer con firme vehemencia que necesito seguir una lista de reglas para poder considerarme escritora de verdad. Qué cosa horrible tener que revisar todo aquello que escribo para asegurarme de estar cumpliendo la dinámica editorial que determinará la valía de mi intención al escribir.

Las letras que disfruto son libres. El frenético vaivén de contradicciones emocionales que reflejo en el papel -o computadora- lleva impregnado mi huella humana, con pasionales exabruptos acerca de la música que me remueve las madrugadas insomnes, o la remembranza nostálgica del primer amor. Me gustan las historias humanas, sinceras, variables. Me gusta leer a la gente que regurgita la pasión que siente por algo, me gusta recordar conversaciones y jugar con mi propia historia para inventar capítulos de novela.

Aprendí a escribir a los seis años. Mi profesora de segundo de básica era una energúmena reconcentrada, fatalista enemiga de los niños, nos prohibía jugar durante el recreo. El primer producto literario que produje fue una carta de reclamo dirigido a la directora de la escuela, defendiendo el derecho primigenio a la dispersión infantil durante las horas libres. El objetivo de mi literatura quedó marcado por ese suceso, ¿cómo se me pudo haber ocurrido que los concursos formales serían un buen encaje para mí?

Mi literatura es un grito salvaje ante el Universo, es la expresión innata del sentido de supervivencia. Yo escribo para sobrevivir. Es una suerte que además mis escritos sean estéticos, y en ocasiones, gramatical y sintácticamente correctos. 

Ya nunca más quiero hacer cosas que me hagan sentir chiquitita. La literatura, los concursos, las reglas, fueron todos inventados. Yo no tengo ninguna obligación natural como miembro de la especie humana a regirme por sus imposiciones. Yo quiero hacer lo que me nazca de lo profundo del alma. Y al diablo todo. Si algo he aprendido es que si yo amo muy profundamente algo, el suelo se abrirá automáticamente para dejar pasar a todo aquel ser humano que comparta el sentimiento. Si, hay que racionalizar y cultivar la ética personal, pero no olvidarse de cuidar el huerto florido que nace de forma única en nuestro pecho. Uno no necesita ceñirse a las reglas para ser maravilloso. El arte no conoce de formalidades, no necesita de audiencia, no exige resultados.

Por hoy, sigo escribiendo. Frenéticamente. Con maníaca vehemencia. Humanamente.

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