The Beatles, a lifeline // Someplace else - George Harrison

Siento desgarrada el alma, la experiencia humana toma formas incomprensibles en medio de los días más felices y regresas al pensamiento base, originario.
La búsqueda de la felicidad se concreta entre los brazos de aquellos devotos a tu vida, ¿qué hacemos cuando no están, qué deberíamos hacer con tanto dolor, dónde lo ponemos?

¿Qué hago con este dolor y dónde lo pongo? 

Hoy subí una cumbre majestuosa. Hablé con Dios en medio de los pastizales, le pedí con vehemencia que me dejara llegar a la cúspide sin tribulación, era completamente consciente del peligro que significaba la falta de preparación y herramientas.

Temía por mi vida, pero sobretodo por mi Atlas. ¿Qué sería de mi vida sin ella? compañera predilecta de aventuras y existencia. Sé con firmeza que las dos somos una, entendemos nuestros días como un plácido remanso que nos corresponde a ambas. No son veinticuatro horas las que tengo al día, son cuarenta y ocho. Igual que la Atlas. Las dos juntas siempre. Qué alegría verle correr y perseguir faisanes y otras aves del páramo.

Recé con fuerza para que Dios abriera los cielos y dibujara los poderosos rayos de sol que tanto amamos encima de la rocosa montaña que se abría ante nuestros ojos. En cuestión de segundos, un ventarrón poderoso sopló en nuestras caras, y por obra divina, literalmente, un baño dorado cubrió la montaña negra que nos esperaba ansiosa.

Lloré a mares, tuve ganas de botarme al suelo y seguir llorando cinemáticamente, pero dada la circunstancia en la que nos encontrábamos, decidí seguir adelante y seguir llorando y seguir hablándole a Dios. 

Al bajar volví a pedir clemencia con nosotras, íbamos disparadas, rogando que la gravilla se mantuviese firme bajo nuestros pies (personalmente, me arrepentía con gravidez el haber elegido los chucks como zapatos de compañía esa mañana). Si es de ser, será, pensaba. Pero mi firme y obtusa humanidad me hizo creer que podía doblar el tiempo, y llegar a donde debía en cuestión de segundos. 

Quise llorar nuevamente, pero esta vez no por sentirme maravillada ante la vastedad divina, sino porque sabía que sería imposible lograr cualquier ajetreado movimiento para saltar kilométricas distancias en dos minutos.

Y fallé, miserablemente. Y me sentí terrible por un número absurdo de razones. La principal siendo que necesitaba este día; las secundarias que la culpa me embebía el corazón. Me sentí ingrima ante el universo. Íngrima y miserable, y sin un hombro a mi lado para sacudir esa pena. Así que una vez más, y en el suelo del baño, me puse a llorar a mares. Lloré con alferecía, el alma se me salía por las manos. 

Al llegar a casa tuve una sesión espiritual donde yo era Dios, Hijo, y Espíritu Santo. Me quejé de todo y sentí la deshidratación en la coronilla de la cabeza con cabellos azules apelmazados bajo mi gorra.

Y no quiero decir que mientras escribo esto me siento mejor; me duché largo y ordené mi cuarto, le cociné a la Atlas, y decidí alejarme de mundanal ruido desconectándome de podcasts y playlists predilectas de la temporada. 

Salí a la terraza con un tabaco en mano y siete canciones de los Beatles en mi queue. Nació una nueva playlist para gritarle al universo nuevamente que esos manes me salvaron la vida y que les amo y que su música es mi lifeline predilecto para toda emoción. Existir con los manes de fondo me calienta el pecho. El corazón me repica con emoción y felicidad y tranquilidad y cercanía y amor cuando suenan a mi alrededor. Y me hace feliz amarles tanto así. El reverberante sentido de proximidad que provocan es una experiencia casi, casi tan religiosa como la de esta mañana. 

Dios abrió los cielos e iluminó el Rucu. Los Beatles tocaron siete canciones en mis auriculares y la vida me hizo sentido otra vez.

Dale suave, pelada. Un día a la vez. Moderadamente bien.

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