¿Puedes ver la luna, María Inés?

Moví el asiento colgante a la terraza durante el primer invierno de la nueva Casa del Sol. Desde entonces, y cuando el clima lo permite, me siento en la bruma a ver la luna crecer. 

Es agradable el rozar del viento en las mejillas, el frío ajeno recorriendo las capas de ropa que me cubren. Me gusta sentir cómo la vida sucede en frente mío. Sentirla. Dejarla tomar cada milímetro de mi existencia, y empujar mi alma a una realidad sacra. 

Disfrutar la vida entre curvas y bordes redondos, vibraciones energéticas replicando la realidad a lo largo y ancho del planeta. Imagina las espiras y vahos de agua evaporándose en la calzada después de un aguacero, dibuja su movimiento y replícalo con tus manos, siente su efervescencia desintegrar la imagen plana que esperabas encontrar. Entrégate a las miles de sensaciones que recorren tu piel cuando dejas de sentir que tienes cosas por hacer, dedícate a existir. 

Quisiera hablar con vos, ha pasado tanto tiempo. En mi pulmón derecho guardo una botella con tu nombre, la uso como armatoste de remembranza, herramienta mística para protegerte del olvido: tu risa está a salvo conmigo. 

El Adiós es un arma silenciosa; desgarra tejidos con vehemencia y se interpone en los recuerdos del mañana que empezabas a moldear. No existen los amaneceres en la tierra del Adiós, su esencia atemporal difumina la necesidad de tener opuestos. 

¿Para qué construir una salida si nadie puede entrar del Adiós? Es una vía unidireccional, inexistente, imaginada, inventada, válida únicamente durante el acto mismo de la despedida, por eso se inventaron los velorios. 

Lo arcaico de este ritual me sobrecoge, qué pequeños e insignificantes somos ante la vastedad de la existencia. La tierra, húmeda todavía del aguacero de la mañana, gravita sobre un manto de secretos. Todo lo que existe, existió, y existirá se encuentra en algún nódulo de la gran maqueta celestial. ¿Dónde estás vos en todo el universo? 

Si tuviera un mapa podría ir a buscarte; con un par de coordenadas, una dirección estelar, o incluso el brillo lejano de una estrella acaecida en la época dorada de Mesopotamia, podría trazar una línea que atraviese el firmamento y actúe de puente conector entre mi terraza y donde sea que estés vos. Quién sabe en dónde estás ahora, ¿en una caléndula, en una orquídea, en una rama de pino? 

Al otro lado del vórtice, el sol sigue arrasando con las tres neuronas que logran conectarse a las reuniones de la tarde. Los atardeceres siguen igual de espectaculares, y los arupos se preparan para dar flor muy pronto. Tenemos una máquina expendedora de snacks en la oficina, mi cabello ha cambiado de identidad múltiples veces, la Atlas está más adulta, me encanta pintarme las uñas con el esmalte que me regalaste, tienes tres orquídeas en la iglesia (!!!), el IVA subió un 3%, y tus dos pupilas trabajan juntas en la misma empresa y área.

Te llevo siempre a mi lado, María Inés. Gracias por salvarnos la vida con tu amistad, tu amor le hizo tanto bien al mundo.

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