Diarios de la depresión: cómo saber identificar una recaída

Cuando los platos comienzan a apilarse en el lavadero, y siento una opresión similar al pánico cubriendo mi espalda al pensar en todas las cosas que tengo que hacer, entiendo que estoy en una recaída. Las manos me son pesadas y se rehusan a limpiar los bordes de los platos en los que sirvo la comida a mis comensales ficticios que me he inventado para no comer siempre sola.

Hace mucho tiempo decidí que escribiría sobre la vida de adulto de la manera más real posible, pero el tiempo y las ganas son escasos. Tengo que decidir entre saber qué quiero defender, qué quiero hacer, qué batalla quiero lidiar esa mañana. 

Mis ojos se cierran y estoy convencida de que no tengo razón alguna para hacer lo que me había prometido haría hace varias horas, cuando dejé la oficina y retomé mi camino a casa.

Siento que elijo todos los peores lugares, las peores personas, lo más atractivo es siempre lo que me hace daño. He pasado por tanto en tan poco tiempo, he perdido el sentido del rumbo porque tengo un deber acumulado en la garganta: nunca terminé de salir del colegio. Me siento aprisionada entre las cuatro paredes que fueron la vida de la Elisa de diecisiete, siento todavía sus dolores frescos y sus alegrías ofuscadas. Todavía me siento como la niña de siete años que lloraba en frente del espejo de la casa de sus abuelos porque estaba convencida de que no moriría normalmente, sino porque ella mismo tomaría su vida. Odiaba mi presencia y mi cuerpo.

Dejé de pronunciar esas palabras, pero no dejé de creerlas. Siguen ahí, en la parte trasera de mi cabeza. Esperando para que en cualquier momento débil, puedan tomar mis manos nuevamente.

Hoy fue un día de mierda, siento que estoy deprimida nuevamente. 

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