Diarios: la casa de los dieciséis, la colina con las luces del amor, las madrugadas insomnes, las luces del cuarto piso del vecino de enfrente, la cocina y sala de la casa de atrás

Cinco y veintitrés del veinticinco de diciembre del dos mil veintidós. Mi última navidad en esta casa. Un poco erróneo el que no recuerde mi primera navidad aquí, con toda la malsana fascinación que tengo por adorar las primeras veces, lo mucho que suelo poner mi corazón en retratar con entrega y veneración a las primeras veces. 

Esta casa me trajo tanto, tanto. Me dio cobijo y apaño, tibio calor reconfortante, sol eterno y viento entre mis manos. Me dio lluvia y terremotos, noches gélidas y atormentadas. Viví los momentos más intensos entre estas cuatro paredes y encontré la vida más profunda bajo su techo, su refugio.

Hoy me despido de ella, prendiendo en llamas una carta figurativa que me lleve a un nuevo hogar, a una nueva vida, lejos de su amanerada protección. Yo no necesito de esta casa para ser feliz. Pero la recuerdo con cariño, lo haré para siempre. Mi casa favorita de la vida, una lástima tener que despedirme, una lástima tener la mala costumbre de esperar hasta el último momento para darme cuenta de lo hermosa que es la vida en el momento en el que la estoy viviendo. Solo cuando estoy perdiendo me recubro de la memoria de las risas que viví en el mundo.

No es muy tarde para frenar, y tomar viada en una dirección distinta, que no me recuerde los dolores pasados usando la melodía suave de los momentos felices.


Amé profundamente esta latitud porque significó crecer y ver el mundo desde más arriba de lo que acostumbraba. Amé profundamente esta latitud porque me vio enamorada, entregada a la existencia de otro ser humano, de otros vida, de otro universo.


Querida, querida yo,


Te escribo esta noche para decirte que te amo, que te extraño, que me gustaría volver a verte. Quisiera jugar contigo en la terraza más a menudo, quisiera salir al parque más a menudo, quisiera tomar en el sol en tu suelo todos los fines de semana y quisiera también dejar de pensar en todas las cosas que debí hacer más a menudo cuando vivía todavía en tu casa querida y soñar más en los momentos en los que no estaba deseando estar en otro lugar.


Recuerdo las vacaciones de verano, los junios, julios y agostos. Los septiembres y los octubres, mis favoritos desde hace tres años. Tres años desde que conocí el amor, tres años desde que una persona, un ideal más grande que yo ocupan mis pensamientos, e inevitablemente, la casa y la persona están conectadas. Son una sola. La casa suya y la mía. El amor inconcluso, el amor que todavía duele, todo se embadurna con el duelo de la casa añorada, de la casa nunca habitada, de la casa y sus fantasmas.


Hoy tengo todo lo que tú, querida yo, hubiese podido imaginar. Pero seguimos siendo una sola, una casa sola y soñadora, feliz y esperando firmes por un futuro mejor. Solo que yo estoy un poco muy cansada de extrañarte, y añorarte, y vivir en un tiempo que no es el actual, sino una sarta de eternidades inimaginables que me tienen lejos de la realidad.


Te quiero, casa. Te quiero, Elisa. Ojalá algún día vuelva a este lado de la tierra y sepa con seguridad de qué va mi trayecto, de qué va mi ahora.


Hoy me despido figurativamente de esta vida. Después de tantos adioses, marco este como el día en el que nazco nuevamente. Soy otra persona, más amable y considerada con mi pasado, mi presente y mi futuro; una persona que respira en el segundo preciso (aquí inserto un estribillo de Salir, de Extremoduro. Lo citaré más tarde, cuando tenga internet nuevamente). 


Te querré por siempre. 



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