Septiembre diecisiete: el escribirse

Salgo de la casa, regreso, me cambio y vuelvo a salir. Tengo destinada la tarde para escribirme, dejar mi alma en el papel, en la computadora; en donde pueda leerme nuevamente después, cuando haya regresado a mi casa y cuando tenga las manos alrededor del picaporte del dormitorio y esté lista para descansar.

La vida es sencilla, se compone de miles de segundos en los que el mundo se encuentra a nuestra merced. Caminar por mi calle, bajar a tomar un café, leer en el reservorio, tomarme fotos con mis amigas, celebrar el cumpleaños de mamá, ver una película, comer canguil en el cine. No hay nada más que hacer que vivir la vida, nos levantamos y el guión está escrito para que nosotros lo sigamos: si nos gusta el café, lo preparamos mientras ponemos a lavar la ropa, y lo bebemos en la taza negra de barro.

Esta semana sentí muchas emociones a la vez; parecía que las manos me crecían de manera uniforme y dejaban de ser las manos pequeñas a las que me había acostumbrado. De repente tenía manos de treinta años, y veía cómo los meses pasaban por mis palmas sin que yo pudiese detenerlos. Agosto, Julio, Mayo, Abril, Septiembre. Tenía manos de miedo, de alegría, de tristeza y de cansancio. Recosté mi cabeza encima de ellas, y entonces la cara me empezó a hervir: no podía seguir corriendo a esta velocidad porque pronto yo tendría realemente treinta años y mis manos ya no estarían ahí. 

Había sentido el vacío que hace años solía acompañarme en la búsqueda desesperada del significado de la vida, solo que esta vez sabía ya cuáles eran los grandes y altos montes de la alegría profunda. Añoraba volver a recorrer los montes de paz y calma que me impulsaron a hacer las cosas que tanto amé hasta hace poco. 

La Pena es pasajera, y yo tengo una trayectoria larga con la Tristeza como para saber reconocer cuando ha vuelto a hechar raíces, despojando a la Pena de su transitoria estadía.
Esta vez decidí que no tenía mayor razón seguir haciendo planes sin regresar la cara y ver a la Tristeza directamente a los ojos, no quería que me siguiera dando miedo, y la última vez que cruzó mi camino le di vuelta a mi vida y hoy no estaba para esas andanzas.

Salí a tomar el sol en el patio de mi casa y lloré al recordar todas las veces que había estado en ese mismo lugar, huyéndole a la neblina y fumando. Debí haber podido reconocer entonces que no tenía sentido fingir que todo estaba bien, y los cimientos de la casa no necesitaban el mantenimiento anual que se pide para evitar que la Tristeza se tome los cuartos como si fuera una entelequia salida de un cuento de Cortázar. 
Ese día me había dado cuenta de las manos engrandecidas y comentárselo a la gente al rededor suscitó diversas reacciones, desde el asombro hasta la pena, pero me recojo y regocijo en la ternura de los que supieron abrir sus puertas para que yo me recueste mientras esperaba por un mejor amanecer, con raíces disminuidas y flores naciendo en donde había habido una raíz gruesa y sobresaliente.

Hoy hice planes para desaparecer las flores azules, incluso ellas me remueven el corazón. Puedo jugar a las escondidas con sus pétalos, y eventualmente veré sus tallos deshaciéndose. 

Es tarde, no lo sufieciente como para decir adiós, pero si aquí. Me reconfortó escribir, y sé desde hace varios años que una no es sin sus letras, sin su historia grabada en las palabras más sinceras de sus sentires.  









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