La búsqueda del no-anonimato, micro ensayo sobre los perfiles públicos

Cuando me pienso creadora, creativa, creación, me olvido de lo difícil que es tomar las palabras que salieron de mi boca y ponerlas de nuevo detrás de mis dientes. Muy pocas veces se ha logrado esta maniobra y ha requerido una voluntad ajena a despedirse de las realidades que no le corresponden que no siempre están disponibles ante aquellos que poseen las palabras.

Me asusta la idea de arrepentirme de todo lo que he entregado voluntariamente al mundo y quisiera tener un grupo de astutos curadores de mi arte para apreciarlo, reverenciarlo, y compartirlo entre ellos; lo suficientemente expuesta como para sentir que tengo una razón para continuar creando, pero no tanto como para que me sienta expuesta, arrebatada y no-dueña de mis palabras, de mis imágenes y de mi existencia.

Quisiera trabajar en silencio, crear en silencio y existir en silencio. Durante el año sabático en el que me entregué a la historia de mi creación personal gané la irreverencia del ser un misterio. Nada es más delicioso que no tener un recorrido visible ante la vida, y los ojos curiosos que solo quieren tener tu nombre en la punta de la lengua. Pero también fue un momento triste, muy triste, muy solo, muy frío. 

Me encontraba a ratos dentro de una enferma necesidad de querer correr en busca de otros deseos que reemplazaran este grito constante de querer ser vista, querida, acariciada. 
Los cielos azules, el querer cantar y cantarle a alguien más que no fuese mi reflejo, el dibujar y tomarle foto a la fotografía de mi sentir.

Soy una persona que disfruta enseñar y guiar, pero también, soy una persona que le teme al compartir. A ratos me asusta el no tener la suficiente fuerza como para entretenerme con el partir una manzana en dos, y dársela a alguien mas, y me justifico diciendo que siempre me ha resultado difícil compartir, y me acuerdo de mis cinco años y el jardín de la guardería.
Me acuerdo del Nélson, y de las sillas de plástico azules. Me acuerdo de las mañanas azules, y soleadas en el patio trasero, con grandes árboles y follaje extenso cubriendo nuestras cabezas mientras comíamos. Mamá partía las manzanas en pequeños pedazos que asemejaban media lunas, pero yo decía que eran como sandías, y eran tan preciadas entonces, porque la sandía era una fruta preciada, y yo no quería que me quitaran mis sandías-manzanas, entonces me las comía en un bocado completo, o pedía cosas a cambio, o me enojaba y no compartía y me enojaba que se enojaran conmigo, ¿cómo se podían atrever los niños del jardín a enojarse conmigo porque no les compartiera las maravillosas y veneradas tajas de sandía?

Entonces, regresando a mis veintiuno, no me sorprende que quiera guardarme en la idea de la protección a mi propia imagen, a mi deseo de no querer hacer más de lo que se me pide por miedo a que se vayan a ir las cosas o a que me vayan a dejar en blanco, vacía, tomada, olvidada, en el marco de una puerta, abandonada.

A veces era más fácil decir que una no tiene las fuerzas suficientes para seguir antes que explicar de dónde salen las palabras que justifican los adioses, los noes, los a veces, los nunca. Entonces, no exisitir visible era más fácil, porque no tenía que enfrentarme a las poderosas ramas creadoras que había construído cuando no me sentía mal, sino que había preferido decirle adióse en general a la imagen que había curado en mi ausencia. 

No quiero tener miedo de enseñarme en todos mis colores y en todas mis gamas, en contraflujos, en colisiones. Quiero la incomodidad de ser lo suficientemente valiente como para dejarme existir ante la mirada de los demás sin que su idea pase por mis ojos, o por entre mis cejas.

Ojalá decirme que sí, para siempre.

Comentarios

Entradas populares