Donde Se Rompen las Olas / Destrozares - Robe
Hay días complejos en los que me levanto a un dormitorio desordenado y la mañana a punto de acabarse, como si las promesas de la madrugada se hubiesen desvanecido entre las sábanas. Aprendí a contar hasta cinco para obligarme a saltar de los lugares en los que ya no quería estar pero de los cuales todavía no estaba segura de cómo salir, como la cama en las mañana tardías, de la computadora en medio de una tarde laboral extendida, o de los cafecitos que creía iban a convertirme en un ser humano productivo por el simple hecho de estar llenos de personas que fingían hacer cosas importantísimas.
Salí a caminar e inevitablemente mi cerebro se dirigió a las memorias que tanto intentaba olvidar y que me revolvían el corazón de lo punzantes que se habían convertido. Recordaba sus manos, su peso en mis hombros, sus gestos y el eterno roce constante de su presencia; dentro de las miles de cosas que había pensado desde que se fue, reconocía constantemente la importancia que su música había significado en mi vida y todo lo que le debía a su curioso cerebro. Últimamente había terminado en su perfil de Spotify más de lo que me hubiese gustado reconocer; estaba a la espera de alguna nueva playlist que me dejara conocer más de un mundo que si bien yo me jactaba de haber recorrido de maneras gustosas, tenía grave desventaja ante seres tan completos como lo era él. Sin embargo, no había nuevas canciones, no habían nuevos indicios de obsesiones duraderas, ni tampoco recopilaciones actualizadas.
Algo que está constantemente presente en los momentos en que me siento dejada en el olvido es el dolor de las primeras veces que se quedaron en la distancia. Creo que he hecho las paces con extrañarle por el resto de mi vida porque acepto la responsabilidad de haberle coronado como el que me enseñó a amar. Él fue la presencia actuante del amor durante tanto tiempo que me parece imposible dejar su recuerdo a un lado cuando me renacen las ganas de querer vivir cada mañana.
En él veía esperanza, futuro, amor, felicidad y refugio. Cuando pienso en el amor todavía pienso en él; ya no como un absoluto significante, sino como una base y el fundamento de una razón para existir. No quiero pensar en los ojalaces, ni tampoco darle rienda suelta al corazón deambulante, más bien, he regresado a las imágenes que me hicieron feliz por tanto tiempo para poder destriparlas y tratar de entender de dónde sale este profundo y agotador sentimiento de necesidad, de ausencia, de extrañeza que me recorre todo el pecho cuando las abrazo.
El tiempo es infinito y estoy consciente de que dos años, tres años, cinco años, es nada a comparación de la vida que me antecede, ni qué decir de la que me falta, pero siento un poco de tristeza cuando veo la distancia descomunal entre los días en los que recostaba mi cabeza en su pecho, o de las madrugadas en las que consagraba mi vida a la suya.
Me hace falta su voz, su vida, su tiempo, su risa. Me hace falta desde hace años, incluso desde que todavía no se iba, y es difícil ahora el poder separar esta sensación de necesidad de la imagen que me recorre las venas cuando pronuncio su nombre, cuando escucho su música o cuando veo las pocas referencias que quedaron en mi vida de lo que él era.
Ya no lucho en contra de las memorias, ni ruego para que se vayan. Acepto que existen, acepto que sean todavía tan presentes, acepto lo que significan y todo lo que me traen. Él fue amor, él fue un atardecer brillante que daba inicio a la reverdecida primavera en mi vida, él fue la voz a la recurrí en medio de los días catástrofe. No sé si él y su memoria se quedarán aquí para siempre, pero sí sé que hoy siento todavía muy cerca sus manos recordándome que la vida es extensa y gigante y que vale la pena entregarse a la delicia de su disfrute. Entonces, entiendo que todavía le quiero. Y quizá le quiera para siempre.
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