Karma - Sara Kinsley

La nostalgia no tiene un color definido. Su forma es radical, oblicua, cortopunzante, un remanso sagrado, bordes amarillos. Te toma de la frente y mece tu cabeza entre sus brazos. Se reafirma en la existencia de los recuerdos eternos de tus días felices, de tus días no tan felices, de tus días alegres, de tus días, de los días que recuerdas.

La nostalgia es un vaivén de emociones que se posa en tu objetivo recuerdo de los días en que las cosas podrían haber salido de una manera diferente a cómo eran en realidad. Y a veces juega con los recuerdos que no pudieron ser y que te atormentaron hasta que saliste del rincón de tu cuarto donde los llorabas. Y a pesar de que no habías pasado por ahí en más de veinte años, los vuelves a llorar con la misma intensidad de ese día en que no contestaste el teléfono porque estabas enojada y todo empezó a desvanecerse.

Es el no querer estar solos. Es el no envalentonarse a decir adiós. Son las ganas de llevar en la frente una banda que diga el número de días que van juntos, y que les hace más especiales que el resto de no-especiales, precisamente porque no se han dejado, a pesar de que sueñan en otras latitudes, en otras voces, en otros mentones que se apoyen en las coronillas de la cabeza.

Tener tantas canciones es recortar una época importante de la vida y reclamar como propias las letras que en su momento no deberían haber sido despojadas de su individualidad porque cuando se convierten en el lenguaje de dos personas, se difumina la diferencia entre el verbo y el predicado, la acción sobre la persona, la acción y la persona. Se unen. La acción y la persona. Y entonces es difícil respirar, y es difícil decir no, y es difícil caminar, y es difícil estar solos porque la acción que te separaba de la ventana cuando es una tarde violeta y majestuosa era la voz de la persona, es decir, la acción que te llevaba a tomar otra acción era la posibilidad de juntar la idea un algo aleatorio con la persona que se colocó entre tus cejas. 

Dormir, descansar, soñar, extrañar, querer, añorar, prometer, continuar, caminar, olvidar, olvidar, olvidar. Relegar un recuerdo a la trastienda y esperar a que el camión de basura pase por él.

La lista de días no va a dejar de hacerse más larga solo porque le pidas entre sollozos que te deje en paz. La vida está en constante movimiento y la idea de poner una piedra en la ventana para que deje de cerrarse y que al fin todo el humo que estaba dentro se vaya se proyectaría como una ejecución brillante de las ganas de ser eternos y jugar a convertir en físicos los fenómenos puramente emocionales, pero no, no funciona así; tenemos que dejar que la ventana se cierre cuando el viento golpee en su contra, y esperar a que el tiempo mejore para que el humo continúe su escapada. 

Paciencia. Me receto paciencia para procesar las imágenes amarillas que se guardaron en mi recuerdo. Son más los días que descaminé los pasos que aquellos que los caminamos. Cuando los conté, me di cuenta de que aprendí a respirar con el humo dentro y la ventana cerrada, y está bien. No me apresuro. No corro. No me quemo. Lo dejo ser y lo dejo estar. 

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