el atardecer; el mar eterno; el sol
Me quiero sentar a escribir por el resto de la eternidad de esta noche. Tomar cada segundo del día para mover, incesantemente, los dedos a través del teclado del computador. Quisiera decir que me he sentido afortunada, y en medio de una desventura, que no he encontrado sosiego ni tampoco que lo he buscado; que he tenido, - y más importante - que he sido paz y guerra; el día y la noche, verano y primavera, una pasión desmedida por el sol y las lluvias torrenciales de mayo.
Camino trechos infinitos buscando mi razón, en cada calle me descubro diferente y antes de cruzarlas, amarro un nuevo hilo a mi muñeca; así recuerdo la manera en la que me siento durante los días, contando los hilos que tengo amarrados, ¿cuántos de ellos son color atardecer?
En paz recreo lo momentos felices que me mantienen con la espalda recta, caminando a través de la ciudad de muchos ruidos, busco las miradas de las personas que en ese momento acompañaron mi risa, y disfruto el pensarme diversa, multiforme. Imagino los días venideros y me siento plena con la cantidad de días en blanco que tengo todavía por delante. Es un número en constante mutación, sin valor preciso, pero con un volumen lo suficientemente tranquilizador como para permitirme reclinar la cabeza contra la ventana en un auto en movimiento a través de largas vías que recorren el país.
Tengo muy vigente el aroma de la carretera el momento en que las montañas dejan de ser sierra y empiezan a bordear la marejada. Quiero sentir esa brisa caliente en las mejillas otra vez, además del afortunado sabor que el amor construía en mis labios, y al que regresaba constantemente, entre árboles y lianas, estaciones de servicio y paraderos.
Qué compleja experiencia se trama detrás de cada día. Todas las mañanas me acuesto pensando en que esa noche tendré que despertarme a soñar con la vida concreta repleta de posibilidades y oportunidades. Tengo que elegir el siempre mutante e imprevisto devenir de la vida, pero extasiada y conforme con lo que ha sido el no saber qué sucederá mañana.
Confío en el proceso más fervorosamente que nunca; el rectángulo eterno que dibuja el cielo azul por entre las paredes de mis edificios vecinos me recuerda que no hay nada que no pueda solucionarse, que el sol brilla todos los días y que el viento sopla fuerte. Las montañas nos protegen de todos los elementos que no deberían aparecer en medio de un momento de éxtasis; su energía nos protege, y gracias al perfil curvilíneo del Pichincha tenemos atardeceres mágicos que nos renuevan la vida en cuestión de segundos.
Mi color favorito es el atardecer; el mar eterno; el sol.
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