mayo quince, a un año del día catástrofe
Voy a extrañar la resolana de las tardes veraniegas entrando tibiamente por entre las cortinas cerradas. Voy a extrañar la ventana iluminada de todas las noches en el segundo piso del edificio de al lado, las luces del final de la ciudad cuando la tarde cayó que se ven a través de la puerta de la terraza; la amplitud del aire que me corre las venas cuando salgo a sentir el frío en la noche. Voy a extrañar los parques que había declarado míos, las tardes de los parques que había declarado míos, las risas en los parques que había declarado míos. Voy a extrañar la luz amarilla del baño y también la luz amarilla de afuera de la ventana del baño, que prendía únicamente cuando quería que me reflejara un sentimiento romantizado del baño nocturno; cuando dejaba que el agua tibia hiciera todo el trabajo resbalando por mi cuerpo y sin que mis manos fregaran el jabón fuera de él. Voy a extrañar los sentimientos profundos que experimenté en cada rincón de esta casa, las añoranzas de un mejor mañana que todas las ventanas me vieron exclamar. Voy a extrañar la fuerza del sol en el cuarto, cuando me acostaba, transversalmente, en las dos camas a tomar el sol en la tarde.
Los árboles de en frente, los pájaros que se posaban a trinar toda el día en sus ramas tupidas, las hileras de hojas que suben por las paredes de la casa donde vivía el gato Simón. La casa del pasaje de atrás con su blancura admirable, sus ventanas discretas y el calor que añoré tantas veces. Las luces en navidad, las luces en año nuevo, las luces en todo el barrio cuando vivíamos festividades y el corazón se me encogía. Voy a extrañar todas y cada una de las cosas que hacían de esta casa el lugar que podía llamar hogar, incluyendo su ventana diminuta en el descansillo de las gradas que conducían al departamento.
Me siento a pensar en la nostalgia de todas las cosas que me rozaron cuando viví aquí, y creo poder encontrar una manera de justificar el haberme quedado viviendo en estas paredes por cuatro años cuando todo era un infierno soberano. Sentí también mucha tristeza en esta casa. Lloré profundamente, al menos el último año, el infortunio de no tener otro lugar a dónde ir, otra casa que llamar hogar o un pedazo de tierra que pudiese haber reclamado y reconocido como mío, República Independiente de Mí, el lugar donde la tristeza se acaba y puedes sentirte en paz.
Estas semanas he tenido un solo objetivo: encontrar paz. Y me alejado de lugares y personas y recuerdos y caminos y piedras que no me dejaban respirar bien. Nunca he tenido una manera exitosa de decir adiós, sobretodo cuando mi manos están atadas con sogas y no encuentro un solaz donde remojarlas hasta que los nudos se deshagan. Pero me obligué en el camino a elegirme a mí, como prioridad única y absoluta, como sustancia determinada para hacer de la vida un lugar mejor, una casa tibia que recoja mis pies cansados y abrace cada una de las marcas que recolecté en el camino.
Cuando una habla de la vida, espero yo que sea esa el único resplandor que nos queda vigente, nada que no sea posible de hacer, ningún lugar que se quede sin conocer, ningún camino que no nos sea posible de transitar. El día en que me dé la vuelta y recuerde esta tarde, será el día en que sepa que las palabras que hoy dibujo fueron las indicadas. Y eso puede ser mañana o en un mes, en la playa o en un mar abierto. Nadie sabe nunca. Nadie nunca supo.
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