La tragedia de no llamarse Elisa, o todo lo que es tener diecinueve años y un nombre de señora.

Me gusta caminar los adoquines chuecos de mi ciudad, incluso cuando las caídas se repiten constantemente y me atoro las bastas de los pantalones en las piedras inútiles de los bordillos. Soy feliz en medio del ruido, de la vida empezada un miércoles a las ocho de la mañana; soy feliz en medio de la melancolía crónica que me agita diariamente, en medio de los meses que se atoraron en la puerta de marzo e intentan ahora pasar, apretados y jadeando, hacia un flujo racional de días. Es difícil decir quién soy o qué soy, pero no por pura necesidad de jugar a ser interesante, sino que en realidad encuentro complejísimas esas preguntas que me interpretan y me traducen del constante balbuceo que es mi vida. Estoy repleta de cuentos e historias ilustradas, me gustan los libros y me encuentro enamorada de los reflejos amarillos y rojos de los atardeceres estivales en mis paredes blancas. Sería todo más fácil si tuviera una canción favorita, si supiera qué libro leer en tiempos de tormenta y en dónde cobijarme cuando hay mucho sol, pero soy una interrogante constante que persigue nuevos sitios y nuevos sentires en todas las grietas que divisa. 

Hoy veo más claro que la semana pasada, principalmente porque tengo lentes nuevos, pero también porque me arrebata una necesidad fulgurante de salir corriendo por laderas verdes y pastizales hirvientes en un verano constante, reír a carcajadas y limpiarme el alma con mis libros. Me encanta el verano y el olor de la piel cuando ha pasado todo un día debajo del sol, me apasionan las tardes calientes y las excusas para ir por más helado. Debe haber pocas cosas tan maravillosas como beber helado de mandarina o de mora azul en julio, cuando estás expectante por el nuevo dígito que se añade a tu lista de edades, cuando estás expectante de un cumpleaños nunca muy esperado, pero en realidad, repleto de añoranzas y deseos de buenaventura y buenas aventuras.

¡Cómo sueño en dibujarme en la piel un millar de florecitas amarillas! Me voy a desnudar en medio de un claro y trazaré suavemente líneas coloridas en todo mi cuerpo, me rellenaré la cara con begonias y untaré aceites fragantes que reflejen el sol. Qué maravilla ser del color del sol, qué maravilla tener la piel oscurecida, atierrada, enlodazada; qué maravilla tener el sabor del mundo en un manto precioso como mi piel. Recostarme en un tronco, flotar entre tules etéreos, dibujar mi cuerpo en las nubes y bajar empapada, vulnerable, frágil.

Me abrazo fuerte y me abrazo largo porque tengo vacío el gigante en el pecho (¿o es que acaso tengo un vacío gigante en el pecho?). Me duele respirar porque se me perdieron los pulmones y sigo dando vueltas por la ciudad en busca de su rosada existencia. Me abrazo fuerte porque tengo la severa convicción de ser un ciclón, tormenta cataclísmica, gravedad que sujeta mis piernas al suelo; soy mi inicio y soy mi fin, soy mi vuelo y mi ventisca; una suerte haberme conocido, amado, venerado. Me destierro de las montañas gélidas que un día me lloraron en los brazos y me despido constantemente de la aflicción morada que solía descansar en mi garganta. Estoy convencida de que mis pasos han de ser certeros siempre, y que mis palabras sanarán mis caídas. Estoy segura de ser todo lo que necesito en este mundo y cuando imagino la irremediable soledad que me acompaña en mi dormitorio, respiro más lento para verme y comprobar que nunca me faltará nada mientras me tenga. Soy más mía que el incansable fulgor del sol, incluso cuando he declarado de mi propiedad todos los rayos que alimentan la tierra; vibro en todas las direcciones y me recibo con la alegría del hogar-nunca-tenido-siempre-añorado, me río en mis riberas y descubro el encanto de sentirme a mí misma caminar entre mis parajes. Es una declaración de intenciones: he venido a disfrutarme, llevo mi cuerpo lejos, donde puedan crecer hermosas flores de mis manos, donde me pueda plantar y aún así transitar, donde la brisa mañanera me reinicie el corazón.

Es una tragedia que nadie más se llame Elisa, es una tragedia que nadie más regrese la cara cuando las tres sílabas se pronuncian. No sé de persona más afortunada con su nombre que yo, Elisa, Elisa, Elisa. 

Elisa, tienes diecinueve años.

Elisa, cumples veinte en seis días.

Elisa, tienes la piel del color del sol.

Elisa, tienes un nombre de señora.

Elisa, cuando seas una señora vas a poder gritar fortísimo en las avenidas que era una profecía el ser plena y feliz cuando pasaras a la edad adulta.

Elisa, cómo te quiero, querida, cómo te quiero.

Elisa, eres un sol, Elisa. Eres el mar, y las estrellas, eres el infinito y nunca acabas de acabarte ni de empezarte ni de leerte. Qué afortunada soy de leerte, Elisa, qué afortunada poder pensarte. 

Mar-y-Elisa, un gracias profundo por no dejar de pedalear nunca. 


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